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viernes, 31 de enero de 2014

"Barco de papel que intenta navegar una geografía ignorada" – Entrevista a Fernanda Trías por Raquel Abend van Dalen


Tienes dos novelas publicadas y has sido incluida en varias antologías narrativas con cuentos y crónicas. ¿Qué ves en cada uno de estos géneros que te haga escogerlos a la hora de contar una historia?

El género no es algo que yo elija de manera consciente, sino que es el material, la historia, los que exigen su forma. Cuando una historia aparece (lo que en mi caso suele ser a partir de una imagen o de un sonido, una línea de diálogo) ya trae consigo su estructura, aunque yo no pueda identificarla en ese momento. A medida que voy deshilvanando la historia, descubriendo hacia dónde me lleva esa imagen inicial, también voy descubriendo la forma que pide. Al fin de cuentas se trata de aprender a escuchar lo que el texto necesita, sin tratar de imponerle mi voluntad. No siempre lo logro, por supuesto, y así van quedando textos inconclusos, escenas sueltas, fragmentos. El género con el que me siento más cómoda es la novela corta porque mantiene parte de esa intensidad del cuento, su unidad de efecto, pero permite más divagaciones y detalles caprichosos, permite habitar la atmósfera, que muchas veces es lo que más me interesa, si no lo único.

¿Qué tanto de ficción permites que se filtre a la hora de escribir una crónica?

Mucho. Realmente nunca me he propuesto escribir una crónica, ni siquiera en las columnas sobre crónicas de viajes que escribía para una revista uruguaya. Siempre estoy escribiendo ficción. Soy fiel al alma de los hechos, como dijo Onetti: “Se dice que hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”. Personalmente no creo en los hechos o en la realidad. La verdad —concepto casi místico— para transmitirse necesita de todo un aparato que la sostenga, como un gigantesco arnés construido sobre hechos, a veces incluso absurdos o inverosímiles. Hay más verdad en una novela de Aira que en un artículo periodístico.

En el 2004 obtuviste la beca Unesco-Aschberg, hecho que te llevó a Francia, donde terminaste viviendo cinco años. ¿Qué proyectos desarrollaste durante ese tiempo? ¿Influyó especialmente la geografía donde te encontrabas?

Estuve sobre todo experimentando, buscando o afinando una mirada, que es al fin y al cabo lo único que tiene un escritor. Escribí una novela que no me satisfizo, hice cortometrajes, escribí crónicas (a veces apócrifas) de viajes, llevé un blog, A Happy Disease, y empecé a interesarme más en el género del cuento. Fueron años luminosos, de cierta apertura y expansión del lenguaje, pero de una apertura aún contenida. Luego eso iba a hacer eclosión en Buenos Aires y ahora en Nueva York. La geografía creo que siempre influye; te convertís en una especie de barco de papel que intenta navegar una geografía ignorada, a veces hostil.

Eres una escritora uruguaya que ha pasado casi más tiempo en el extranjero que en su país de origen. Francia, Argentina, Estados Unidos, por nombrar algunos. ¿Cómo imaginas la escritura de una Fernanda Trías que se hubiera quedado en Uruguay todos estos años?

Hace nueve años que vivo fuera de Uruguay. Eso no hace la mitad de mi vida, pero sí la mitad de mi vida como persona que escribe. Imagino una escritura más sofocada, más replegada sobre sí misma y tal vez menos propensa a la experimentación.

¿Qué elementos sientes que necesitas repetir en tus textos, una y otra vez? ¿Algún nombre, personaje, objeto, espacio temporal?

Intento no pensar en eso, en parte porque prefiero mantener una sana ignorancia de mis materiales. A vuelo de pájaro te diría que vuelven con insistencia el padre, los animales, algún objeto o detalle lateral que perturba, especie de punctum, o alguna cosa en el cuerpo —la ceja, el ojo, el labio— que no esté en su lugar.

¿Alguna vez has pensado en escribir poesía o ensayo?
Como Bartleby, preferiría no hacerlo.


Cuando estás trabajando en un texto, ¿sueles acompañar tu trabajo de la lectura?

Sí, a veces busco un autor que me inspire en cuando al tono, la cadencia. Mientras escribía determinado cuento, por ejemplo, que tenía una voz más coloquial, leí Cerrado por melancolía, de Isidoro Blaisten. Lo mismo me pasa con la música. Según el texto, a veces necesito escuchar jazz, otras, música clásica, a veces algo más punk, básico y enojado, o (un favorito mío) Explosions in the Sky. Es casi como acompañar el ritmo de la respiración.

¿En qué proyectos estás trabajando ahora?

Dándole los toques finales a un volumen de cuentos y trabajando con Fernanda Montoro, fotógrafa uruguaya y amiga, en un proyecto de colaboración que incluye textos y fotos. 


Fernanda Trías publicó “Cuaderno para un solo ojo” y “La azotea”, novela premiada en la categoría de narrativa édita del Premio Nacional de Literatura (2002, 3er premio). Participó en la creación de De los flexes terpines, colección dirigida por Mario Levrero, donde se publicaron quince títulos, casi todos de autores noveles uruguayos. Obtuvo la beca Unesco-Aschberg (2004) y viajó a Francia, donde finalmente vivió cinco años. En 2006 recibió el primer premio de la Fundación BankBoston a la Cultura Nacional. Una versión corregida y final de “La azotea” se reeditó para Argentina, Uruguay y Venezuela. Vivió los últimos dos años en Buenos Aires. Actualmente cursa la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York.

martes, 14 de enero de 2014

Los módicos milagros de la literatura – Entrevista a Ezequiel Zaidenwerg por Raquel Abend van Dalen

Tienes dos poemarios publicados: Doxa y La lírica está muerta. ¿Cómo fue la creación de cada uno de estos libros? ¿Eran proyectos premeditados o se hicieron en la medida en que fuiste escribiendo y agrupando textos?

Escribí Doxa entre los 21 y los 22 años, inspirado –como creía ingenuamente en ese entonces– en Trilce de César Vallejo, la “Noche Oscura” de San Juan de la Cruz y Stanzas in Meditation, de Gertrude Stein. Afortunadamente, el resultado no fue tan macarrónico como ese recalentado de influencias podría sugerir, sino más bien un ejercicio métrico y estilístico que me sirvió de aprendizaje, a la vez que me permitió quitarme la chaqueta de plomo del inédito.
En efecto, el libro tenía un programa previo: dar cuenta de una experiencia extática laica, una especie de mística inmanente, en la que la primera persona apareciera diluida en ciertas impresiones sensoriales, y el cuerpo encontrara una conciencia exterior a sus miembros. Luego, por suerte, escribí en un rapto el último poema –que da título al libro–, y eché por tierra lo que había hecho: es un texto violentamente confesional, que asume la primera persona desde el primer verso, y que sigue siendo lo que más me gusta de lo que tengo escrito.
La lírica está muerta es decididamente un libro programático, cuyo objetivo primigenio era participar de una polémica del campo literario argentino: la idea, proclamada por un poeta de la generación del noventa –la anterior a la mía– de que la lírica era apenas una manifestación social que había alcanzado su obsolescencia. Sin embargo, dado que compuse el libro entre los 25 y los 30 años, fui perdiendo interés en pelearme con mis mayores, y el resultado final es más bien una elegía por la idea de la pérdida del afán de trascendencia por medio de la poesía. O al menos eso me gustaría creer.
En cualquier caso, creo que a la hora de escribir siempre parto de una idea, y trato de subsumir lo que escribo a su realización, en vez de agrupar textos escritos a partir de disparadores menos programáticos. Por supuesto, envidio muchísimo a quienes son capaces de permitirse semejante libertad.  

Siendo un poeta argentino, ¿cómo influye en tu escritura el vivir en Nueva York?

Supongo que muchísimo. En primer lugar, tengo que decir que el desarraigo y el descentramiento a los que obliga el hecho de vivir afuera me resultan sumamente productivos, espiritual e intelectualmente, porque uno tiene que reinventarse, correrse de foco todo el tiempo, incluso para cosas tan prácticas como pedir café para llevar. En este caso, habida cuenta de la incapacidad de los estadounidenses para pronunciar mi nombre, decidí rebautizarme Carlos, una pequeña esquizofrenia funcional que sin duda ejerce una poderosa influencia en todo lo que hago.
En segundo lugar, hace muchos años que llevo un blog dedicado en gran medida a la traducción de poetas estadounidenses, y llegué al país con una idea respecto de la poesía que se producía acá que luego resultó muy parcial o directamente equivocada.

Sientes un interés particular por la métrica en la escritura poética. ¿De dónde surge este interés y cómo afecta tu forma de leer y escribir?

En efecto, me obsesiona la métrica, pero eso tal vez tenga una explicación más clínica que estética (T.O.C., etc.). En cualquier caso, me gustaría pensar que mi interés por la técnica y la forma va más allá de la métrica, y que tiene que ver con una fascinación por la música de la poesía y su poder de encantamiento. Y se me ocurre que mi decisión de estudiar los modelos clásicos se relaciona con haberme dado cuenta de que no era un virtuoso, y que si quería hacer mejores mis versitos iba a tener que dedicarle algo de tiempo a la preceptiva.

¿Qué lecturas te acompañaron en tus inicios como escritor?

Siempre me acompañó una poderosa fascinación por la palabra, incluso antes de formarme una idea más o menos brumosa de lo literario. La primera revelación tuvo lugar en mi temprana infancia, mientras leía una traducción de Huckleberry Finn de Mark Twain: en mi recuerdo, durante su huida por el Mississippi, Huck se detiene en un pueblo vecino y compra una larguísima serie de cosas (una botella de whisky, un cuchillo, tocino y provisiones varias) por apenas un dólar. Yo, que tenía cierta idea del valor del dinero, tuve la intuición de que en ese módico milagro se cifraba la fuerza de la literatura. Muchos años después, leí Huckleberry Finn en su lengua original, con la ilusión de reencontrarme con ese pasaje y recrear aquella sensación. Por supuesto, jamás volví a encontrar el episodio.
Esa intuición se confirmó con el descubrimiento de la poesía. Si bien era un lector voraz, mi interés se había centrado en la narrativa. Mi profesor de literatura de tercer año de la secundaria llevó a la clase “Oficina y denuncia”, un poema de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Al leerlo, tuve una súbita certeza: había para mí en ese nuevo género algo radicalmente distinto y de orden superior, que no había experimentado con la prosa.

Además de poeta, también te dedicas a la traducción. De hecho, llevas un blog en el que publicas tus propias traducciones de textos literarios. ¿Cómo es el proceso de selección? ¿Por qué estos autores y estas obras?

El blog cumple en agosto nueve años, de modo que el criterio de selección original –traducir mis poemas preferidos– hace tiempo que mutó a un rol editorial más realista: tratar de difundir un panorama poético interesante, pero no necesariamente los poemas que a mí más me gustan.

¿Qué buscas cuando lees?

Ojalá lo supiera. ¿Le felicidad? ¿Un estremecimiento? ¿Algo que me haga sentir la imperiosa necesidad de escribir?

¿Crees que las redes sociales han cambiado el modo de leer literatura?

Sé que se habla de cierta democratización en la circulación de los textos vinculada a la internet 2.0; yo, personalmente, creo que hay algo de eso, pero también veo un regreso a formas de circulación más propias de épocas pretéritas (pienso, por ejemplo, en la latinidad clásica o en los Siglos de Oro españoles), en que los autores hacían circular sus manuscritos entre un público compuesto por sus amigos y conocidos letrados. En este sentido, estaríamos asistiendo a una reafirmación del carácter cenacular de la literatura, oculto bajo el disfraz de una supuesta accesibilidad.
Me parece que ese carácter cenacular tiene menos que ver con el gabinete alquímico del poeta hermético que con las formas de sociabilidad que se observan por ejemplo en la escena del rock “alternativo”: básicamente, se establecen lazos de promoción cruzada (yo le pongo “me gusta” a tus poemas si vos hacés lo propio con los míos). Lo mismo pasa con las lecturas de poesía, en general los amigos o clientes (uso este término en el sentido clásico, en referencia a las personas que están bajo la protección o tutela de otra) son los únicos que asisten, menos por interés por la poesía del poeta que lee (y a menudo, a pesar del desinterés por la misma) que por una voluntad de pertenencia y por la esperanza de ver esa asistencia retribuida en otros eventos que los tendrán a ellos como protagonistas. En ese sentido, como venía diciendo, veo a las redes sociales, como su nombre lo indica, más como instancias de promoción de la sociabilidad que de la literatura. Y con esto no estoy necesariamente abriendo un juicio de valor negativo al respecto: está claro que la amistad y el sexo son infinitamente más importantes que la literatura.

¿En qué proyectos estás trabajando ahora?

Tengo un libro de limericks para niños ilustrado por la artista Raquel Cané que espera pronta publicación. Estoy trabajando en un libro de entrevistas a poetas estadounidenses, que no está muy avanzado. Hace años vengo compilando una antología de poetas estadounidenses jóvenes poco conocidos, que tengo la esperanza de publicar este año. Eso entre otros varios proyectos que sería prolijo mencionar.

Ezequiel Zaidenwerg es un poeta y traductor argentino (Buenos Aires, 1981). Publicó dos libros de poemas, Doxa (2008) y La Lírica Está Muerta (2011). Tradujo a Anne Carson, Ezra Pound, Robert Creeley, W.H. Auden, y ha publicado poemas en Alemania, Estados Unidos y México, Brasil. Ezequiel Zaidenwerg vive en Nuva York. Poema original seguido de las traducciones al inglés y portugués.