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lunes, 30 de septiembre de 2013

Travesías cruzadas: las múltiples escrituras de Rafael Castillo Zapata por Raquel Abend van Dalen

Empezaste a hacer vida literaria muy joven. ¿Qué edad tenías y cuáles fueron las circunstancias que hicieron que te unieras al Grupo Tráifco? ¿Qué significó esto para ti?

Bueno, la verdad no era tan joven, si por vida literaria entendemos una experiencia comunitaria, en muchos sentidos, de la literatura. Y esa entrada en la vida literaria se da precisamente con mis primeras relaciones fraternales con algunos compañeros de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, es decir, hacia 1979. Allí conocì a Hugo Achugar, un profesor que me abrió rutas insospechadas hasta entonces por mí en el mapa de la literatura latinoamericana, y fui compañero de clases de, entre otros, Alberto Márquez, con quien compartíamos fascinaciones afines por ciertos escritores nuestros, Lezama Lima entre ellos, me acuerdo. Ellos me pusieron en contacto con una secta que estaba formándose por esos meses como una derivación disidente del Taller Calicanto, que dirigía Antonia Palacios. De modo que mi entrada en la vida literaria es un poco confusa: por una parte, un grupo de poetas disidentes leyó mis primeros poemas y decidieron aceptarme dentro de esa comunidad iniciática (decían que mis poemas, escritos de espaldas a sus propuestas radicales, expresaban inesperadamente muchas de las cosas que ellos postulaban en la poética que estaban elaborando colectivamente); por otra, muchos de esos poetas seguían asistiendo al taller de Antonia Palacios y hasta allì también me llevaron; de modo que, durante un corto tiempo, yo asistía a las reuniones del taller, los lunes en la noche, y al mismo tiempo, los jueves, en un café al aire libre de La Castellana, conspiraba con los poetas que cocinaban su conjura parricida, entre los cuales se encontraban, como dije, mi maestro Achugar y mi amigo Alberto Márquez. En esos meses de finales de 1979 y 1980, mi iniciación en la vida literaria se produjo en un borde problemático: con un pie en un taller literario dirigido por una figura canónica respetadísima y queridísima, y con un pie en una conjura literaria que quería devolverle a la poesía su potencia de intervención sobre la realidad histórica, concreta e inmediata, de un modo que, pensaban los conjurados, la poesía que se había venido escribiendo a lo largo de los años 70 no había ni sabido ni, quizás, podido hacer. Por una casualidad interesante, sin saber nada de estos postulados defendidos por aquellos revoltosos (Achugar, Rojas Guardia, Pantin, Barreto, los dos Márquez, mi amigo Alberto y su hermano Miguel), yo había escrito unos poemas muy conversacionales y testimoniales que ponían en escena mis vivencias de infancia y adolescencia de vástago de una clase media modesta donde sobrevivían elementos de la cultura popular tradicional venezolana, muchos de los cuales aparecían melancólicamente e irónicamente dándole consistencia "realista" a mis incipientes autorretratos de muchacho que crece torcido, envenado tempranamente por la literatura y los avatares de su homosexualidad. Así fue, pues, como entré a formar parte de esa conjura poética que se llamó Tráfico. Así fue como se inició, pues, mi vida literaria.

Árbol que crece torcido es quizás el libro cuya poética se ajusta de un modo más coherente a los postulados de Tráfico. ¿Esto se dio de forma natural o fue una actitud consciente de tu parte?

Se trató de una coincidencia, en principio. Yo tenía, como dije, escritos varios poemas en esa onda conversacional y testimonial que Tráfico quería defender y cultivar en la poesía. Por otra parte, es evidente que la propia dinámica grupal y el marco general de sus postulados estéticos -contenidos en su manifiesto de 1981- me influyeron decidida y decisivamente, de modo que aquellos primeros poemas míos anteriores se fueron afinando y refinando a partir de los flujos programáticos que provenían del manifiesto y de las discusiones que manteníamos dentro del grupo acerca de la poesía que queríamos y pensábamos que debíamos escribir. De modo que Árbol que crece torcido, publicado en 1984, por un grupo de amigos de otro grupo literario afín, el Grupo Guaire, con el que compartíamos mucho, está formado por un sustrato anterior a mi encuentro con el Tráfico y con todo un desarrollo y una expansión que son, sin duda, el resultado del influjo que la vida poética que adelantábamos (lecturas, exploraciones, discusiones, polémicas) en comunidad iba produciendo en mí.

¿Están los manifiestos literarios destinados a ser traicionados por quieres los escribieron?

Seguramente. Los manifiestos -todos los programas, las proclamas, los manuales de procedimiento literario o estético- terminan por convertirse en camisas de fuerza, y tarde o temprarno uno termina por desembararzarse, hasta cierto punto, de ellos, para seguir su propio camino. Pero en ciertos momentos de la vida de un poeta y de una comunidad de poetas la conjura y la manifestación son dispositivos de congregación imprescindibles, máquinas de guerra que contribuyen a consolidar las vocaciones solitarias, a darle un suelo sustentado, unas raíces, unos vasos comunicantes de alimentación mutua que permiten que algunos sujetos, como singularidades aisladas, se organicen en comunidades, transitorias, sin ninguna duda, pero fundamentales para su propia constitución como escritores.

Entre Árbol que crece torcido y Estación de tránsito, por un lado, y Providence y Estancias hay un cambio significativo en tu poética. Una mirada dirigida a los objetos o al paisaje, más que a las relaciones interpersonales, y un lenguaje más tendiente a lo metafórico. ¿Qué marca este cambio?

Las derivas existenciales y estéticas propias de toda vida literaria, supongo. Las lecturas, sin duda alguna. Estación de tránsito es una derivación más decantada del prosaísmo deliberado de Árbol que creece torcido: en ambos el elemento narrativo y coloquial es fundamental, pero en el segundo -y entre ellos median casi diez años de derivas- estos elementos apuntan, quizás, a una contención en el que el flujo verbal caudaloso del primero está adelgazado, con una cierta intención de sobriedad e, incluso, de limpieza, como si me hubiera cansado del derrame un tanto visceral al que me entregué en mis primeros poemas memoriosos y quizás un poco abigarrados. El influjo de poemas y de poetas que se desviaban del realismo radical de los traficantes, por ejemplo. Ponge, Char, Silva Estrada, Schehadé, Dupin, entre otros, sobre todo franceses leídos gracias al influjo de mi amistad con Silva Estrada, por ejemplo. Los traficantes veníamos de leer el exteriorismo (Cardenal) y la antipoesía (Parra), la poesía norteamericana (Eliot, Pound, Williamas), la poesía exteriorista española (Gimferrer, Gil de Biedma, Vázquez Montalbán), la poesía conversacional latinoamericana (Gelman, Pacheco, Cisneros), desdeñando un poco lo francés. Gracias a Silva Estrada desvié mi atención hacia poesía que habíamos desdeñado un poco, y me imagino que eso influyó en la deriva que puede apreciarse del Árbol a la Estación y de ésta a Providence y Estancias. De lo narrativo avasallante fui pasando paulatinamente a la pincelada escueta, contenida, siempre, a mi modo de ver, comunicante, nunca hermética. En esto, me parece, sigo siendo fiel al primer impulso de mi poesía que coincidió providencialmente con las propuestas de los traficantes.

También dedicas parte de tu trabajo a la escritura de diarios. ¿Consideras que hay una cuota de exhibicionismo en la escritura de los diarios sabiendo que serán publicados? ¿Puede haber un goce en esto?

Yo comencé a escribir diarios en 1984 sin pensar que los publicaría. Fue en 2008 cuando decidí que esos diarios eran literatura y que debían y, quizás, exigían hacerse públicos. Desde el momento en que tomé la decisión de escribir sistemáticamente los diarios (antes los había llevado de modo discontinuo y esporádico, sin verdadera conciencia de su valor como género literario autónomo) como quien escribe un poema o una novela, la escritura, obviamente, cambió. Muchas cosas que se exponían abiertamente en los diarios verdaderamente íntimos comenzaron a matizarse, comenzaron a ser construidas con más atención; pasé, sí, de la mera confesión a la confección, por así decirlo. Y sí, como en toda la literatura, hay un importante grado de narcisismo y de exhibicionismo en esta escritura del yo que se expone a la opinión ajena. Es algo en cierta medida perverso, porque uno se arriesga demasiado al exponerse de ese modo en la escritura, por más que la elaboración y la máscara encubran y sublimen -y hay un imperativo categórico del diarista que lo obliga a no mentir ni inventar aunque disfrace, acomode y module con fines literarios lo que apunta-, y a sabiendas de eso uno se lanza, a veces al vacío, sin la seguridad de una malla de protección en el fondo de la pista. Pero toda la literatura funciona igual, me parece.

Así mismo practicas la escritura ensayística. ¿En qué medida se dedica ésta a la escritura poética y a la que caracteriza los diarios?

Muchos ensayos que he escrito están dedicados -la mayoría, en realidad- a la poesía. Muy pocos a los diarios. Pero si lo que preguntas es si en la escritura ensayística confluyen intensidades expresivas y estructurales provenientes de la poesía y del diario (o de la escritura autobiográfica), la respuesta es un rotundo sí. Montaigne es una evidencia portentosa e irrefutable. Personalmente creo que mis diarios son, en realidad, ensayos: soy un diarista que escribe, sobre todo, sus lecturas, que escribe sobre lo que las lecturas producen en él, en su escritura, en su vida (que es, a fin de cuentas, leer y escribir, escribir y leer, escribirse y leerse).

En un contexto donde predomina el ensayo de corte político o histórico. ¿Qué lugar ocupa y qué lugar debe hacer para sí mismo el ensayo literario?

El ensayo literario ha sido siempre más marginal o de menor audiencia que otro tipo de ensayos (aparentemente) más implicados con urgencias inmediatas de la sociedad. El ensayo literario, como la literatura misma (salvo excepciones debidas a escándalos circunstanciales y episódicos), tiene su propio ritmo, que, a mi modo de ver, es necesariamente lento. Quiero decir, el ritmo de su recepción. El ensayo literario se cuela por los márgenes del campo literario más llamativo, fluye a través de membranas más discretas, conducido por escritores que tienden a ser casi anónimos, pero sin él las mallas de ese campo serían menos consistentes y a la larga el propio campo se desdibujaría. Ese es lugar que el ensayo siempre ha tenido, desde Montaigne, y debe seguir defendiéndolo: lateral, esquinado, sutil, persistente en su potente minoridad molecular.

A parte de todas esas actividades dedicas parte de tu tiempo a la realización de collages. ¿Cómo se iluminan mutuamente la práctica literaria y la práctica plástica?

Para mí hacer collages ha sido siempre un juego, una actividad de amateur como la definía Barthes, sin ánimo de competencia ni de maestría. Para mí siempre había sido un pasatiempo, hasta que unos amigos artistas vieron algunos de esos collages que yo hacía para pasar el tiempo y se empeñaron en que debía exponerlos. Allí vino la pérdida de la inocencia y de la espontaneidad infantil que embargaba mis faenas de componer collages en los momentos muertos de una actividad laboral excesivamente intensa, o durante un insomnio, o porque de repente me entraban ganas de hacerlo. Ahora he llegado al extremo de dictar cursos y talleres sobre el collage. Desde entonces he hecho muy pocos. De cualquier forma, yo no me considero un artista plástico; me considero un escritor, o al menos eso intento ser. Puede ser que la dinámica fragmentaria y el mecanismo de montaje que determinan la escritura de mi diario tenga que ver con el modelo que el collage también pone en funcionamiento. No lo he pensado seriamente. Pero la literatura moderna, en todo caso, desde los románticos de Jena, por lo menos, ha asumido el fragmento como elemento constructivo, lo que también tiene lugar en el caso del collage.

¿En qué proyectos estás trabajando ahora?

Sigo trabajando en mi diario: es el campo de maniobras fundamental de donde surge todo lo que escribo o escribiré en formatos aledaños: ensayos, crónicas, relatos, artículos, cartas, prólogos. El diario es mi cajón de sastre. Allí vengo cocinando desde hace mucho tiempo un libro sobre las vanguardias que quién sabe cuándo cobrará independencia más allá del registro de mis diaras divagaciones.

Rafael Castillo Zapata (Caracas, 1958), Doctor en Letras por la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Profesor Agregado, Jefe del Departamento de Teoría de la Literatura de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Miembro del personal docente de esta institución desde 1989. Profesor Invitado en Brown University (1993), Universidad de Los Andes, Mérida (1996) y Rutgers University (2006). Perteneció en la década de los ochenta a los grupos literarios Guaire y Tráfico. Investigador de planta del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos desde 1997. Ha publicado tres libros de investigación literaria: Fenomenología del bolero (1991), El semiólogo salvaje (1997), Un viaje ilustrado (1997) y tiene otro en proceso de publicación. Publica en revistas especializadas del continente.

Fotografía por Lisbeth Salas.

lunes, 23 de septiembre de 2013

"Vivimos hundidos en las relaciones humanas" – Entrevista a Roberto Martínez Bachrich por Raquel Abend van Dalen


He notado que en tus textos narrativos hay un manejo de la intimidad y de las relaciones amorosas desde lo irónico. ¿Esto se debe a una posición previamente tomada o se fue dando a medida que ibas escribiendo los textos?
No suelo tener posiciones previamente tomadas, me temo, frente a nada. Lo cual puede ser, a la larga, un avinagrado percance. En cualquier caso, creo, si aparece eso irónico en el modo de llevar lo amoroso y lo íntimo, la responsabilidad es toda de los personajes, nunca mía.

¿Qué ves en las relaciones humanas que las hace tan risibles y tan atrayentes al mismo tiempo?
Vivimos hundidos en las relaciones humanas. Más que ser algo ajeno, externo, que podamos mirar desde afuera, estamos en ellas, somos ellas. No podría hablar, entonces, de “atracción por un tema”, sino de un estar allí que es irremediable. Nadie decide vivir, por decir algo, sin su páncreas. Vivimos con nuestro páncreas, sin prestarle mucha atención, creo, pero contentos de que funcione, ¿no? Al menos hasta que me vaya a vivir a una ermita me temo que mi respuesta sólo puede ser esta torpeza.

En tu libro Vulgar hay un tratamiento de las situaciones que les da un aire patético y, sin embargo, entrañable. Personajes que podrían provocar rechazo, se hacen querer de inmediato por el lector. ¿Era tu intención tomar personajes, en algunos casos repulsivos y en otros ridículos o tristes, para que nos pudiésemos ver en ellos? 
Yo en el transcurso de la escritura sólo intentaba, creo, tejer las historias de estos personajes, historias que ellos vivieron así, como pudieron, se diría. Como vivimos todos, como podemos, un poco, ¿no? Quizás no hay tal divorcio entre lo patético y lo entrañable, o entre lo repulsivo, ridículo o triste. Quizás sí. Dependerá, como siempre, del lugar desde el cual miremos. En todo caso, esos personajes vivían, creo, sus historias. Yo sólo los acompañaba, me reía o sufría con ellos cada tanto. Y tejía, sí, las redes que los iban a terminar uniendo. También los iba queriendo, supongo (¿cómo no hacerlo, si convivimos felizmente largo rato?). Acaso sí hubo una “intencionalidad” en el fondo del libro (en el comienzo de su escritura, quiero decir, en su “proyecto”), y ésa probablemente sea una de las taras fundamentales de Vulgar pero, al mismo tiempo, es lo que le dio “estructura”. Una tara estructural fue una tara estructuradora. Cosa más rara…

En Las guerras íntimas continúas esta exploración de las relaciones afectivas pero hay un cambio con respecto a tu enfoque anterior: aquí el humor no es tan patente, los personajes son más discretos, aunque sus tragedias sean igual de graves. Es como si tu humor se hubiera vuelto subterráneo. ¿Por qué este cambio?
Quizás sólo quise tener menos control sobre las historias, es decir, ya en Las guerras íntimas no intenté tejer redes, como en Vulgar. Me parece que en algún momento creí o sospeché que esas redes se tejerían solas, y que no hacía falta que fueran tan visibles, que el lector podía encontrarlas o no, según su gusto. Tal vez en Vulgar, como los viejos narradores decimonónicos, intentaba señalarle al lector el lugar de esas redes. En Las guerras íntimas, en cambio, si ellas iban a estar, procuré ocultarlas, disolverme en ellas, desaparecer como narrador-titiritero-maníaco-siniestro. Borrarme, pues. Eso debe haber incidido en el asunto del humor, en eso que bellamente calificas de “subterráneo”, pero no sabría decirlo con certeza.

En cuanto a tu poesía, llama la atención su tono sobrio, más bien melancólico, y sin un talante narrativo. ¿Qué de ti va hacia la poesía y qué hacia la narrativa?
No sabría decirte qué de mí va hacia dónde, porque en verdad no tengo la más remota idea. Creo, sí, que al menos un tercio de lo que en poesía he escrito tiene una cierta narratividad (algo de lo que no estoy muy orgulloso, vale acotar). Y espero que al menos otro tercio de lo que en narrativa he escrito se mueva hacia lo poético (algo de lo que no estoy muy seguro, quepa la duda). Creo saber, sí, que una de las cosas que más me gustó de escribir Tiempo hendido fue justamente ese estar y no estar en un género: había que escapar de la poesía al ensayo, del ensayo a la narrativa, de la narrativa a la poesía, y así sucesivamente, para que el libro –al menos la primera parte: la biografía– pudiera finalmente funcionar.

 ¿Cómo se relaciona tu tarea de escritor con tu labor docente?
Enseñar literatura te obliga, quieras o no, a leer de otra manera. Y leer de otra manera te empuja, quieras o no, a escribir con más miedo. No sé si es un fenómeno general, pero yo tengo la impresión de que quienes empiezan a enseñar literatura (y ya escribían) escriben cada vez menos. No sé si crece tal vez el respeto al tiempo del lector, o quizás uno se exige más a sí mismo (más, a veces, de lo que uno mismo puede dar). Se va hinchando, así, una vieja neurosis que derivará, tal vez, ojalá, algún día, en la página en blanco, en el silencio definitivo, en la no escritura. Favor que se le hace al mundo, claro está.

¿Cómo ha sido la experiencia de coordinar lecturas de poesía durante el paro universitario? 
Ha sido una grata experiencia la de trabajar en conjunto con otros profesores y con tantos estudiantes para no abandonar las aulas, los espacios académicos, el pasillo de la escuela. Los verdaderos coordinadores de estas actividades fueron los chicos del Centro de Estudiantes de Letras: Valeria, Luis, Ronald, Gabriel, Josué, todos… Ellos hicieron un esfuerzo enorme y el resultado, me parece, ha sido muy hermoso e iluminador. Así, además de la gente de la misma escuela que colaboró, con guáramo y feliz compromiso, dando lecturas, talleres o clases magistrales (Igor Barreto, María Fernanda Palacios, Jaime López-Sánz, Guillermo Sucre, Alejandro Oliveros, Rafael Castillo Zapata, Gisela Kozak, Carmelo Chillida, Agustín Silva, Rodrigo Blanco, Ricardo Ramírez, etc…) pudimos traer a varios escritores, editores y artistas a compartir con la escuela sus quehaceres, sus obras, sus ideas; a traer, pues, belleza –esa otra forma de resistencia– a nuestras aulas en estos repentinos tiempos de oscuridad. Aprovecho, entonces, que traigas esto a cuento para darle las gracias, en nombre de la Escuela de Letras, a Luis Miguel Isava, María Antonieta Flores, Armando Rojas Guardia, Yolanda Pantin, Alberto Barrera Tyszka, José Balza, Alfredo Chacón, Ana Teresa Torres, Michaelle Ascencio, Nelson Garrido, Isabel Palacios, Adalber Salas, Gina Saraceni, Alejandro Castro, Willy Mckey, Luis Enrique Belmonte, Ulises Milla, Garcilaso Pumar, Luis Yslas y Jaime Bello-León, entre tantos más que ahora se me escapan (perdón por mi mala memoria), por su generosidad y solidaridad con Letras y su estudiantado en estas semanas terribles para las universidades nacionales.

¿En qué estás trabajando ahora?
Corrijo, con más dudas que certezas, un torpe y estrábico poemario que acaso nunca publicaré. También he retomado, por enésima vez, un relato largo –una novela, se diría– que, por el bien de nuestra literatura, quizás no lograré terminar jamás. 

Roberto Martínez Bachrich (Valencia, 1977). Profesor del Departamento de Literatura Latinoamericana de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Magíster en Técnicas de la Narración por la Scuola Holden (Turín, Italia) y en Estudios Literarios por la UCV (Caracas). Ha publicado los libros de relatos: Desencuentros (1998), Vulgar (2000) y Las guerras íntimas (2011); el poemarioLas noches de cobalto (2002); y el ensayo biográfico Tiempo hendido: Un acercamiento a la vida y obra de Antonia Palacios (2012), libro con el que obtuvo el X Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana 2010. Formó parte de “Los 25 secretos mejor guardados de América Latina” en la FIL de Guadalajara 2011.