En tus primeros libros abundan los poemas de largo aliento,
mientras que en los últimos los poemas son más cortos, divididos en apartados y
secciones. ¿Qué señala ese cambio? ¿Qué proceso lo marca?
Creo que cada poema
busca su forma, su aliento, su propio ritmo. Tal vez por eso haya momentos,
etapas, en que la respiración es otra. Aun así, Las linternas flotantes, que es un libro relativamente reciente,
del 2009 —y que precede inmediatamente a Carcaj
: vislumbres, donde predomina el poema corto, el verso escueto—, es un
libro en el que prevalece el poema de largo aliento. A tal punto que no sería
difícil leer todo el libro como un solo poema.
En cambio, sí, en Carcaj (2014) la poética central es
otra: son poemas de una mayor concisión, de una mayor desnudez de la palabra,
de líneas en su mayoría notablemente breves.
De igual manera, tus primeros libros incorporan a los poemas una
serie de voces que en principio le son ajenas al texto. Además, se trata de
poemas abundantes, fluidos, mientras que los últimos tienen un manejo contenido
del lenguaje poético, casi minimalista. ¿Cómo se relaciona este proceso con el
anterior?
Creo que la diferencia
entre mis primeros libros y aquellos que, yo diría, empiezan con La ópera fantasma (2005), es que en los
primeros predomina un juego intertextual, un juego que incorpora, como bien
decís, voces no solo procedentes de otros textos sino también de la
conversación y del habla coloquial, en tanto que a partir de cierto momento el
diálogo se establece con otras cosas, no solo con las lecturas o con una cierta
tradición literaria, sino con otros saberes, otras manifestaciones de la
cultura —la etnología, las artes plásticas, la música, el teatro, el ritual— y,
en cierto modo también, con otras culturas, otras tradiciones.
¿Qué importancia le das a la ironía en tu obra poética?
Pienso que en mi
poesía la ironía viene no tanto a establecer la posibilidad de una distancia —a
sugerirle al lector la saludable medida de mantener una distancia con lo que
lee y con su propio posible patetismo— como a desestabilizar ciertos sistemas
excesivamente establecidos de creencias, incluso dentro de la literatura o
perpetuados por ella. Creo que en mi caso no se trata tanto de cierta ironía
posmoderna —que a veces encuentro un poco reaccionaria en su insistente reír,
como defendiéndose de antemano de lo que literalmente sostiene—, sino más bien
de un recurso desestabilizador, desestabilizador en principio del lugar que se
le pueda asignar a la voz poética en tanto autoridad.
En tu poesía abunda una propensión a lo abstracto, de donde las
imágenes derivan su potencia. Pienso en libros como Las linternas flotantes, La ópera fantasma y Carcaj: Vislumbres. Cuéntame de
esto.
Tal vez sea que en mi
poesía aun los elementos concretos, cotidianos, si aparecen, están al servicio
de una situación o un sentido que tenderían a lo trascendente. Por trascendente
entiendo ciertas preguntas centrales sobre el ser humano, como el lugar de la
ética, del bien y del mal —con todos los matices intermedios—, y de sus
vicarios en la Tierra: el amor y los odios; ciertas preguntas por el origen de
lo que somos y por el destino de cada almita individual, con todos sus temores,
su pasión, sus juegos, sus audacias. Estos son algunos de los interrogantes más
recurrentes. Es decir, que aun cuando pueda partir de preocupaciones muy
inmediatas y materiales, mi tendencia parecería ser a considerar esos hechos,
esas urgencias, en el marco de lo que somos en tanto seres que aún se preguntan
por su razón de ser en el mundo. Ese es el estado de vulnerabilidad en el que
vivimos.
¿Tocas algún instrumento musical?
No, ninguno. Me gustaría poder tocar muchos
instrumentos de viento y de percusión a la vez, como hacen algunos maestros de
música antigua o de música autóctona, con instrumentos adquiridos en distintas
partes del mundo y otros aun creados por ellos, no tradicionales. Iba a decirte
que es precisamente lo que nunca hubiera logrado estudiando, como estudié, en
el Conservatorio Municipal de Música, de Buenos Aires, donde con miedo se le
preguntaba al maestro de armonía si pensaba que los Beatles eran “buenos músicos”.
Y sin embargo no es así. Tal vez dependiera más de la época que del tipo de
institución, porque muchos de los que hoy practican precisamente el tipo de
música que a mí me gustaría poder tocar, han tenido en un principio una educación
musical (clásica) bastante semejante a la mía. Solo que luego supieron darle un
cauce distinto, poner esa formación al servicio de otra cosa, de un arte con
otras raíces. Cantar también me gustaría mucho. Antes lo hacía, de jovencita. Y
todavía lo extraño.
Memorial de agravios es un libro
donde se reflexiona en torno al hecho mismo de la escritura, escrito en textos
que funcionan a la vez como poemas en prosa, aforismos y una especie de ensayo fragmentado.
¿Puede un texto pertenecer a varios géneros literarios al mismo tiempo?
Poder es siempre una cuestión
de armonía interna; es decir, de que el texto o la obra musical o la
instalación se sostenga en sí misma, dentro de los parámetros que propone. Es
decir, poder se puede todo en tanto la obra imponga por sí misma la
legitimidad, la validez, la necesidad incluso, de esa forma nueva o mixta o
múltiple en la que se ha creado. En la vida real, lo más frecuente es que nos
encontremos con obras que, aun si acusan cierta hibridez, cierta mixtura, se
enmarquen dentro de un género en función de algo muy difícil de desoír o
ignorar, que es la fuerza de una dominante, de una o varias dominantes que se
identifican con un determinado género más que con otros.
¿Sentiste un cambio
importante en tu escritura al convertirte en extranjera? ¿En Madrid, Nueva
York?
Cuando me trasladé a
Madrid, en 1978, llevaba empezados todos los proyectos que iba a desarrollar
allí, que eran tres: El tapiz, Canto
errante y una serie que mantuve inédita hasta hace poco: Microcosmos. Todos
esos proyectos ya tenían una voz, un perfil muy definido, antes de salir de
Buenos Aires. Años después pensé que tal vez la tesitura de algunos de ellos,
especialmente Canto errante, viniera
de mi estadía en Madrid y de mi lectura allí de todo el ciclo de tragedias
griegas. Pero tal vez no fuera así, y solo fuera algún dejo de la voz profética
de Olga Orozco o de otros poetas argentinos cercanos a los neorrománticos.
Pero las dos situaciones
que mencionás son muy distintas, no solo por la disparidad de las lenguas, sino
porque en Madrid viví menos de dos años y en los Estados Unidos ya llevo casi
30.
Yo creo que en los
Estados Unidos lo que influyó en mi escritura no fue tanto el sentirme o el
saberme extranjera, sino otras cosas, algo como un fenómeno doble: por un lado,
el acceso a ciertas lecturas a las que me parece que no me hubiese sido posible
acceder desde Buenos Aires; por el otro, la posibilidad de mantener una
saludable distancia con la comunidad poética (de ambas latitudes). No que las
ignore o no las haya leído. No que no las haya frecuentado personalmente con
todo interés y un cariño innegable —especialmente hacia la comunidad
hispanoamericana. Es que en el momento de estar en mi estudio, el murmullo
cesa, y lo que se oye es el más musical de los silencios. Y eso me parece vital
para la poesía.
¿Por qué decidiste quedarte a vivir en Nueva York?
Es una hermosa ciudad.
Y si uno empieza a bajar por el East Side hacia el sur, puede llegar caminando
a Buenos Aires.
¿Qué es lo más importante para ti a la hora de traducir un texto
literario?
Creo que lo decisivo
para mí es tener la sensación de que les estoy acercando a los poetas y
lectores hispanoamericanos algún tipo de concepción del hecho poético en el que
no habían pensado. Eso en cuanto a la poesía. Con la prosa es distinto. Ha
habido distintas razones para traducir textos tan disímiles como los relatos de
Odilon Redon y Notas sobre el pensamiento
y la visión de H.D. Pero tal vez ahora mismo, si fuera por mi propia
elección, me centraría en la traducción de ensayos de poética de distintos
artistas. Lo que en cierto sentido es un movimiento similar a lo que me sucede
con la traducción de los poetas: intentar acercar alguna meditación sobre la
propia creación que pueda resultar fecunda para mis pares, mis amigos, y otros artistas
o escritores hispanoamericanos.
¿En qué proyectos estás trabajando ahora?
Tengo un nuevo libro entre manos. Va bastante
adelantado, pero todavía le falta. Va a estar dividido en varias secciones,
como lo estuvo La ópera fantasma,
cada sección dedicada a explorar una poética básicamente distinta, desde
algunas formas provenientes de las tradiciones indígenas hasta alguna incursión
en el absurdo. También tengo pendiente entregarle a mi editor de Quebec un
ensayo de poética. Y además de la conducción habitual de Pen Press, ahora mismo
empiezo a estar a cargo de una colección de traducciones para la editorial
Amargord, de Madrid, que se materializará, esperamos, en el 2015.
Mercedes Roffé. Buenos Aires – Argentina, 1954. Ha publicado en poesía: Poemas
(1977), El tapiz (bajo el heterónimo Ferdinand Oziel, 1983), Cámara
baja (1987), La noche y las palabras (1996), Definiciones mayas
(1999, 2000), Antología poética (2000), Canto errante (2002), Memorial
de agravios (2002), Milenios caen de su vuelo. Poemas 1977-2003 (2005),
La ópera fantasma (2005, 2012) y Las linternas flotantes (2009);
y en traducción: Bendiciones gnósticas, de Leonard Schwartz
(2002), Poemas para el juego del silencio, de Jerome Rothenberg
(2004), El amor de los objetos, de Martine Audet (2008), Una historia
incomprensible y otros relatos, de Odilon Redon (2010), El trabajo del
sueño, de Jerome Rothenberg (2013) y Caraj: Vislumbres (2014)
Fotografía: Isabel Cadenas Cañón
Fotografía: Isabel Cadenas Cañón