RA-En tus libros hay un manejo muy fino del desarrollo psíquico de los personajes, casi buscando desestabilizar al lector. ¿Cómo vives ese proceso de escritura?
MG-Cuando me siento a
escribir narrativa no tengo aún las historias claras, pero sí he imaginado a
los personajes centrales, individuos con maneras particulares de pensar o
sentir. Casi tengo la impresión de conocerlos o haberlos tratado de cerca
durante cierto tiempo. En mi cabeza los someto a experimentos: ¿cómo reaccionarían si se encontrasen con
otra persona que los desprecia o los quiere o los ignora? ¿Qué dirían si…? ¿Qué
pensarían si…? En ese proceso acaban de formarse los argumentos.
RA-¿Qué es lo que más te interesa de las relaciones
humanas? ¿En cuál de tus libros sientes que mejor las has retratado?
MG-Los momentos decisivos
de nuestra existencia en el fondo los vivimos en soledad: nacer, morir,
enamorarse o desamorarse, tener la conciencia de ser padre o hijo… porque la
soledad es lo que va construyéndonos desde dentro, ¿no?, la comprensión de que
el “yo” se desgaja de la madre, la familia, la nación o cualquier otro grupo.
Luego viene la fuerza contraria (es casi como una ley física): la necesidad de
acercarse, de reencontrarse con lo que ya sabemos que no somos. Te diría que
esas son las tensiones que me atraen. Ojalá que algún día pueda retratarlas
bien; hasta ahora no estoy satisfecho.
RA-¿Cómo se conjugan en ti la cultura portuguesa,
venezolana y estadounidense a la hora de escribir?
MG-Noto que mis
personajes están siempre viviendo en umbrales de lenguas o culturas. Supongo
que pueden acceder espontáneamente a tres tipos de experiencias sociales ―la
europea, la latinoamericana, la angloamericana― sin que haya tenido que
esforzarme en investigarlas para escribir sobre ellas. Componen un horizonte
mental que no tengo que construir a voluntad: mi familia portuguesa o mi
matrimonio con una catalana, mi adolescencia venezolana, mis veinticinco años
de vida en el noreste de los EE.UU., ser padre incluso de tres estadounidenses,
son hechos que “están allí”, sencillamente. Son mi realidad: ni mejor ni peor
que otras.
RA-Lo erótico tiene un lugar importante en tu escritura, me
parece que más como herramienta literaria que como un fin en sí mismo. ¿Qué
piensas al respecto?
MG-El Eros es una
experiencia básica de todo ser humano; ¿cómo saltársela si uno quiere ser
escritor? Ni Borges, por más que se esforzó, logró evitarla: tuvo que escribir
“La secta del Fénix” o “Emma Zunz”. El Eros y el arte me parecen indisociables;
los impulsos en uno y otro me dan la impresión de confundirse con facilidad.
Cortázar hablaba de su oficio con metáforas boxísticas y aseguraba que el
cuento gana por knockout y la novela
por puntos. Yo, con toda la admiración que me merece, prefería metáforas
eróticas: para no ir muy lejos, se retiene en la memoria un buen cuento por la
intensidad de su clímax. No me explico cómo a Cortázar se le ocurrió comparar
géneros que quería tanto, el cuento y la novela, a dos tipos feos, acaso
malolientes, que, principalmente por dinero, se dan trompadas.
RA-El deterioro de las cosas, de lugares, especialmente
de relaciones, está muy presente en tu escritura. ¿Qué te inquieta o te atrae
de estos temas?
MG-Solo una visión
infantil de la existencia ignora el deterioro; madurar psicológicamente
depende, ni más ni menos, de aceptar que nada es eterno. La asimilación del
declive físico y de la cita que todos tenemos con la muerte algún día resulta
tanto o más importante... Tu pregunta tiene muchas caras y podría también
responderse políticamente: ¿qué escritor o qué persona realista, o siquiera
moderadamente interesada en la realidad, luego de haber vivido en Venezuela
durante los años setenta y principios de los ochenta, y continuar al tanto de
lo que ocurre en el país en las siguientes décadas, puede soslayar los procesos
de decadencia, vertiginosos, de una sociedad?
RA-¿Qué te interesa del cuento como género literario?
MG-Cuando un cuento
funciona bien me da la impresión de gobernarse solo: la pureza de su forma
delata poca intromisión de la conciencia o los proyectos personales
(ideológicos) del autor. Además, produce en el lector un efecto equivalente: tal
como nos sucede con un poema breve o una obra plástica, el cuento logrado admite
la impresión espontánea de conjunto no fragmentable. Con la novela, ahora que
lo pienso, nunca he tenido esa sensación: el lector de narraciones extensas tiene
tiempo de racionalizar lo que recibe, tiempo para “dominarlo” y someterlo a sus
propios lineamientos vitales. Hasta en las novelas más efectivas siempre
preferimos unas partes a otras; mentalmente las reeditamos y ciertos segmentos
acaban pareciéndonos secundarios, conectores, ripios. El cuento se propone
recrear un momento de comprensión súbita de verdades no previstas, lo que, en
efecto, por su brevedad, puede conseguir: asalta, vulnera al lector, le anuncia
que hay porciones de vida que no controla.
RA-¿Te has visto afectado emocionalmente por tus propios
textos? ¿Cómo manejas la distancia entre tú y tu obra?
MG-La serie de cuentos y
noveletas que constituye el libro El hijo
y la zorra y la serie de Julieta en su
castillo me causaron varias veces malestar. Tendían a ser sombríos. En ambos
casos, sin que me lo propusiera, el inconsciente me mandó al cabo un cuento en
tono de farsa que de alguna manera restauraba el equilibrio. Esas narraciones “cómicas”
son precisamente la conclusión de cada uno de los volúmenes que menciono. Los
griegos antiguos luego de tres tragedias solían representar un drama satírico:
mi inconsciente se porta más o menos así. Después de una sesión de desesperación
hay que reír.
RA-En alguna oportunidad dijiste que no se aprendía a
hacer literatura viviendo sino leyendo. ¿Puedes contarme un poco más sobre
esto?
MG-Todas las personas
tienen experiencia de algún tipo, pero solo frecuentando el arte se aprende a
traducir dicha experiencia en discurso creador, sea plástico, musical o verbal.
Los buenos poemas de amor los escriben quienes se han enamorado de la poesía,
hayan o no tenido amores carnales. A ciertas monjas, por ejemplo, debemos
magníficos poemas eróticos, y no es justo ser malpensados: creo que conocían
bien el oficio de la escritura, los códigos de la lírica. De igual manera un buen
novelista, sin dejar de ser ciudadano modelo, puede recrear la mente de un
criminal o un psicópata: piénsese en Nabokov o Joyce Carol Oates.
RA-¿Crees que para los escritores de narrativa es
importante leer poesía?
MG-Casi cualquier persona
puede contar una anécdota, pero la conversión de una simple anécdota en
acontecimiento estético solo se produce cuando el lenguaje ha logrado apartarse
de sus funciones utilitarias directas. Eso es lo que llamamos poesía. La
lectura frecuente de poemas ayuda a un narrador a no ceder a las tentaciones
del chisme, el testimonio o el reportaje periodístico, que son formas de relatar
también, aunque no literarias. Por cuestiones higiénicas, y por placer, cuando
escribo narrativa lo único que leo son poemas.
RA-Si todo escritor narra desde el infierno, el
purgatorio o el paraíso: ¿desde dónde narra Miguel Gomes?
MG-Me da la sensación de
que mis historias se narran a sí mismas, en principio, y yo consigo intervenir solamente
al final, retocándolas, corrigiéndolas aquí y allá. Así que ellas eligen su
punto de partida, su perspectiva, su bagaje. Vienen de esas tres provincias que
mencionas y me limito a tramitarles un visado en la realidad, por decirlo de
alguna manera. Los escritores monocordes, los que se proponen cultivar un solo
registro, me cansan terriblemente. Y los hay siempre trágicos o siempre
chacoteros: son los peores.
RA-¿Detestas la incontinencia literaria?
MG-A ciertos escritores
habría que recetarles Ditropan
literario, si existiera.
RA-¿Dónde está la frontera entre el ensayo literario y la
crítica literaria?
MG-La crítica literaria es
una disciplina humanística, no un género, y menos un género literario. Si lo
piensas, la crítica puede hacerse incluso oralmente: cuando discutimos en una
clase un texto literario estamos practicándola. El ensayo, en cambio, es un tipo
de escritura, y es siempre literario, incluso cuando se ocupa de temas como la
comida (Alfonso Reyes) o la política (Sarmiento); la crítica de literatura
puede incluirse entre los temas de un ensayo. Pero la crítica en un ensayo, no
obstante, no ha de confundirse con la crítica que se desarrolla en otros
géneros no literarios como la tesis, el tratado, el manual, la ponencia, etc.
El ensayo, lo dice la palabra misma, exige libertad respecto de métodos, normas
gremiales o exhaustividad científica. Octavio Paz, por ejemplo, hizo crítica
literaria en el género del ensayo: sus textos de reflexión acerca de otros
textos son obras de arte en sí mismas; lo anterior no debería decirse de
alguien como Ángel Rama, por más estimables o memorables que sean algunas de
sus ideas: su prosa a mí me resulta torpe; a veces da vergüenza ajena. Mejor
olvidarla y retener sus tesis; cuando ello acontece hemos salido del terreno
literario.
RA-¿Cómo se vincula tu oficio de narrador con tu prosa
ensayística?
MG-Hoy en día rara vez
escribo ensayos. La profesión universitaria me ha ido exigiendo concentrarme en
otros géneros no literarios ―el estudio largo, en forma de volumen, o el breve,
en forma de artículo de investigación publicado en revistas especializadas―. Es
cierto que de vez en cuando he publicado ensayos propiamente dichos, es decir, textos
más libres, más lúdicos, pero a estas alturas no los considero característicos.
Creo que las horas libres que dedico a la creación las he invertido durante los
últimos veinte años casi exclusivamente en la narrativa. Y la división que noto
entre mi trabajo de investigador y mi narrativa es tajante. Ni los pájaros
saben de ornitología ni los ornitólogos consiguen volar sin avión. Así que para
mí es como una cuestión de ética profesional jamás presentarme en el aula o los
congresos universitarios como escritor; y viceversa: a la hora de escribir
narrativa me olvido totalmente de esa otra persona que se gana el pan en la
universidad. No es tan difícil la división: me imagino que Wallace Stevens o T.
S. Eliot no se ponían líricos con sus clientes o en las reuniones de trabajo.
RA-¿En qué estás trabajando ahora?
MG-Me parece que en junio concluí el primer
borrador de un libro de relatos. Pero no sabré si merece la pena corregirlo hasta
que lo relea. Eso será dentro de un año, cuando me sienta más distanciado.
Miguel
Gomes nació en 1964. Entre otros, ha publicado los siguientes libros
de narrativa: Visión memorable (1987), De fantasmas y destierros (2003),
Un fantasma portugués (2004), Viviana y otras historias del cuerpo (2006),
Viudos, sirenas y libertinos (2008), El hijo y la zorra (2010) y Julieta
en su castillo (2012). Ha recibido el Premio Municipal de Literatura de
Caracas por Un fantasma portugués y, en dos ocasiones, el primer lugar
en el Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional. Como
crítico ha dedicado volúmenes y artículos al ensayo hispanoamericano así como a
diversos poetas y narradores. Estudió en la Universidad de Coímbra (Portugal),
en la Universidad Central de Venezuela y se doctoró en la Universidad de Stony
Brook (Nueva York). Desde 1989 vive en los Estados Unidos, donde trabaja como
profesor en la Universidad de Connecticut.